El viejo barrio de las Nueve Esquinas

Retorna desde el recuerdo, la sensación de tocar con mi pequeña mano de niño, la fachada de las viejas casonas que resguardan con celo aquel mágico lugar.

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Recuerdo aquella casa larga de tres patios, cuatro habitaciones y un baño, situada en las calles de Libertad y Manzano (Guadalajara).

Las callejuelas que abarcan aquel barrio entrañable, donde germinó mi infancia hace cuarenta y dos años, marcaron mi origen sensorial.

A veces retorna desde el recuerdo, la sensación de tocar con mi pequeña mano de niño, la fachada de las viejas casonas que resguardan con celo aquel mágico lugar.

Porque indudablemente, un lugar se encuentra incrustado en el espacio y tiempo, pero también en la memoria. Un lugar es un boquete abierto en el recuerdo, una fauna giratoria integrada por el rostro de todos aquellos personajes, que hicieron de mi infancia una delicia.

Cruzando la calle, aparecían los irresistibles microcosmos citadinos: el lugar donde vendían menudo, también los tacos de birria de “Don Chon”, la Frutería de Gloria con su irresistible aroma, el tapicero y sus diálogos ocurrentes, el sastre con su rostro adusto, todos los representantes de la sempiterna especie urbana.

A escasos metros, la preciosa plazoleta rodeada de marisquerías, la tienda de “Don Nacho”, el hombre del eterno sombrero, el mismo que vendía dulce de calabaza como una ansiada novedad.

Obviamente, la tienda era también su casa, el hogar se erguía detrás del mostrador pleno de abarrotes, y olor a entraña urbana: madera, tortas y dulces, pero atrás, atrás el misterio de lo que emerge en las sombras, ¿Cómo sería por dentro la casa de Don Nacho?

Al lado, la tradicional farmacia de “Los Viejitos”, donde siempre, a mis escasos tres o cuatro años de edad, me regalaban una barra de chocolate aquellos hombres y mujeres decanos del apostolado de las pastillas.

La droguería como un lugar con penetrante olor a alcohol, fotos viejas de la ciudad, sillas de piel, y el infaltable teléfono de cable cuyo rin rin, paralizaba los segundos.

Mas adelante, a escasos metros, en el corazón de la plazoleta, la tienda de “Don Emilio” y la carnicería en la esquina, la misma donde yo juraría haber visto a una rara mujer devorar un filete crudo.

Afuera, las voluntariosas bancas, y la silueta del pintor Don Toral, el hombre de barriga prominente que solía sentarse justo afuera de la vieja mueblería de “chano”.

La pequeña gran historia citadina, representada por aquella casa en donde todo era un cuento, un cuento que se expandía ante el aroma de los infaltables cigarrillos “fiesta” de mamá, y el querido reposet donde un día dormí por doce horas, luego de leer las aventuras de “La Familia Burrón”.

El repertorio emotivo de mi madre, estaba integrado por una pléyade de baladistas que estelarizaron una época: José José, Emmanuel, José Luis Perales, Rocío Dúrcal, Raphael, los infaltables boleros en las noches de bohemia con sabor a cacahuate, jaiboles, y los rostros rojos de los adultos evidenciados por la ebriedad.

La sala presidida por aquel dilecto librero hirviendo de literatura clásica, pero también, las obras completas de “Rius”. Las paredes mal tapizadas, la gran mesa, la cómoda, también la vitrina clásica, todos, muebles heredados por la bisabuela, y al lado, arrumbada la cocina donde por las noches, se narraban a voz baja historias de espiritismo.

El patio, el patio favorito, el patio franqueado por grandes muros por donde el sol se deslizaba, el mismo patio que conectaba con todas las voces, las voces de los vecinos: mi abuelastro Ignacio Karam, gritando improperios por la mañana.

La voz de mi bisabuela, doña Magdalena Rodríguez Michel, aquella mujer de cuerpo enjuto por los años, pero sonrisa primaveral, peleando con mi abuela doña Carmen Rangel Rodríguez, por los ingredientes que habría de llevar la comida.

La voz de niña de Melina, la entrañable amiguita gritando que ya era la hora de ir a la escuela.

La sala y sus muebles otoñales que resguardaron en su interior los vinos amarettos, el gran televisor de bulbos donde mamá, como un acto ritual cada medianoche, no dejaba de mirar la telenovela “Los ricos también lloran”.

El tierno horizonte de la ciudad con sabor a crisis, arrojó frente a la infancia mas callejones, escondrijos, cornisas, nobles ventanas que impedían que la intimidad se desbordara desde aquella calle de Manzano número 22, donde frente a frente, se miraba la fachada de la “Casa de los Leones”, una antigua morada convertida en vecindad, en la esquina la casa de la querida familia Castro Pérez.

Al lado nuestro, Rosita y sus hijos Manolo, Melina, Eugenia, Rocío, Pepe y Verónica, compañeros de correrías infantiles, al lado, “La Bruja”, una mujer que siempre vistió de negro, y que miraba con odio a los niños, como si tuviera fuego en las entrañas.

Enfrente de nuestra dichosa casa larga, el edificio donde vivía Mario Cervantes, el querido querido tío postizo, un hombre joven todavía, protagonista de las fiestas de las que todos hablaban, la sede; su departamento lleno de afiches, acetatos de Valeria Lynch, Gloria Lasso, Johnny Mathis, fotos de los viajes a Europa, y alguna que otra revista porno escondida bajo los colchones, alguien me lo dijo: “no es que yo supiera”.

De noche, las cenadurías mostraban su rostro lleno de delicias, pero mi corazón de infante, esperaba siempre el arribo de algún super héroe llegado de Hawái, mientras mi madre, delirante, leía las postales que su amor, mi futuro padrastro, le enviaba desde Modesto, California, eran los años 80’s.

Como olvidar la otra plaza situada a unas cuadras, rodeada de arboles frondosos y furtivos enamorados. Aquella dichosa plaza, engalanada por el puesto de revistas, y desde donde se admiraba la calle que los anticuarios compartían con los vendedores de pitahayas. También el Cine Tonayan, donde los niños veíamos la inolvidable permanencia voluntaria, y en cuya pantalla me solacé admirando cintas como “Indiana Jones”, o “Furia de titanes”.

A solo metros del cine se encontraba la escuela federal Hermenegildo Galeana, ahí, entre el festín de la niñez, el rumor de las golosinas y el sonido redentor del timbre del recreo, estudié la primaria siempre con la seguridad de que antes o después, probaría los deliciosos licuados de mamey, o los suculentos panes de la “Flor de Michoacán”, ubicada en las calles de Leandro Valle y Colón. También, haría caprichos por comer los manjares de las birrierías “El Compadre” y “La 9 esquinas”, catedrales de la cocina popular.

A escasos metros del cine Tonayan, se ubicaba un extraño lugar donde vendían los tacos que nunca comprendí. El sabor de la verdura era penetrante, la carne sabía a viejo, tal vez me obsesionaban un tanto los retratos de hombres con cabeza de toro, que colgaban de las grasientas paredes del lugar. O tal vez sería el temor (fundado) que le tenia al propietario, un señor alto que portaba siempre un overol, sus ojos eran saltones, la nariz llena de raras malformaciones cutáneas, el semblante, el de un aterrador espantapájaros.

Era un privilegio caminar hasta el barrio de Mexicaltzingo, sobre todo en día de feria, cuando se quemaba el tradicional castillo, entonces había antojitos y figuras del diablo bailoteando en vitrinas de radiante color rojo. También su templo era imponente, con figuras de santos en éxtasis, o los infaltables penitentes avanzando de rodillas hasta el atrio.

Como olvidar el antiguo mercado de Mexicaltzingo, donde abundaban las escamochas, los deliciosos licuados de sabores insospechados, sin olvidar el tradicional pinole cuyos restos, se escapaban por las fosas nasales a la menor provocación. Frente al vetusto templo, se encontraba La Colonial, inolvidable juguetería ubicada en la calle de Colón #710. Ingresar a aquel lugar, era una auténtica experiencia religiosa para un niño como yo, aún recuerdo el aroma a juguete nuevo, las máscaras de Halloween, los robots parlantes, los puching bag de figuras galácticas. Al lado de La Colonial, se encontraba una pequeña veterinaria, como era de esperarse, infestada de gatos, perros, conejos, hámster, y hasta un exótico tritón.

Pero volvamos a la casa de la abuela, ahí, en el dilecto corazón de las Nueve Esquinas. Era toda una experiencia sentarse en aquella pequeña salita de espera, mientras uno apreciaba el viejo cuadro de un fauno persiguiendo a las ninfas en el bosque. Atravesar el largo corredor que hervía en macetas hasta llegar al oscuro baño de al fondo era místico, sin olvidar el lavadero, o la cocina que conectaba con el comedor a través de una ventanita de madera.

Del otro extremo del corredor, las habitaciones de techos altos donde el recuerdo o la imaginación, revoloteaban chocando contra las poderosas paredes de color grisáceo.

La voz de la abuela Carmen “La Nena” Rangel, tenue como la luz de la tarde, tenue como la levedad de su vida agitándose por el terrible influjo del cáncer de páncreas.

Aquella mujer cuya madurez se doblegó ante el poder irredento de la incipiente ancianidad, aquella mujer frondosa como un árbol, terminó convertida en un trozo de piel trémula, expirando entre los muros opresores de la terrible agonía. También murió la infancia, pero el barrio, el barrio vive en la memoria que se aproxima o emerge de las profundidades del alma.

Aquel barrio que ahora, entre los estertores del recuerdo que retumba desde adentro, ya también conforma la región siempre anhelante de la emotividad.

 

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